Basado en hechos reales.
Los siguientes hechos transcurren entre las 10:00 P.M. y las 11:00 P.M. ¡Chun…! ¡Chun…! ¡Chun…! (Aunque parezca una onomatopeya tonta mía, según la serie de donde he copiado eso es el sonido que hacen los segundos al cambiar en un reloj digital, no soy el único que hace ruidos raros…)
Dicen que tener un hijo te cambia la vida. Tener un sobrino te cambia la tapicería.
Y es que lo de tener un sobrino es cojonudo para muchas cosas. Sin ir más lejos, hay una leyenda urbana que dice que si vas con un crío por la calle de la mano, las mujeres te miran con mejores ojos y se liga más; mentira cochina, al que miran es al crío, y la única manera de que te hagan un poco de caso es si el renacuajo todavía no ha aprendido a hablar y tienes que andar traduciéndole o contándole anécdotas sobre él. Reconozcámoslo, el momento álgido en cuanto a atención femenina de un hombre es el bautizo, después es todo cuesta abajo.
Pues andaba yo el otro día con el mío (sobrino, sobrino, aclaremos) más o menos que trasladándolo de un punto A al punto B del mapa (pero no literalmente, o sea, era por carretera, no arrastrándolo por el mapamundi, espero que lo entendáis), por una de esas maravillosas carreteras que nos ha tocado tener por estos lugares. Una carretera… como lo diría, con unas cuestas que ríase usted del Tourmalet, unas curvas que ríase el de más de allá de las tetas de Yola Berrocal y unos baches más profundos que el cociente intelectual de un político.
El caso es que iba el crío como un campeón, aguantando estoicamente como quien no quiere la cosa mirando distraidamente por las ventanillas (al menos por donde se puede ver, ya que los cristales de mi coche son un compuesto único de vidrio, tierra y pulpa de insecto), y yo pensando que qué machote, que si se nota que es de la familia por cómo aguanta con la mierda de carretera que nos ha tocado en suerte. Yo era un tío orgulloso de su sobrino en esos momentos.
Íbamos ya por llano, con la parte infernal de la carretera pasada, cuando de momento el sobrinísimo se transfigura. Como en una película de terror cutre, o un remake al uso, al crío le faltó decir aquello de “has visto lo que hace el perro de tu sobri” para ser igualito igualito que la niña del Exorcista. (Atención, contenido altamente escatológico). Aquello no era un niño, era una manguera de leche pasteurizada y uperisada. Qué potencia oye. De momento el coche se puso blanco por dentro como quien no quiere la cosa. Si la vaca que ríe hubiera muerto en medio del mayor peo de todos los tiempos, no lo pone todo tan blanco.
Un blanco nuclear. Mi coche se había convertido como por ensalmo en un auténtico anuncio de detergentes. Casi me pude imaginar a la señorita esa que viene del futuro enseñando a fregotear el coche y dejarlo como los chorros… Bueno, mentira, lo que me imaginé son estas señoritas pechugonas de las películas que te limpian el parabrisas mientras te estampan su generoso y mojado escote en él. Aunque no estaba yo para aprovechar esas imágenes mentales, porque tenía dos problemas graves: un crío de tres años al que nadie le había explicado que es imposible vomitar eternamente y un coche que en cuestión de momentos iba a necesitar bañarse en todo el ambientador del mundo.
Lo del crío fue sencillo. Como llevaba equipaje no hizo falta más que sacarlo, ponerlo boca abajo hasta que terminara de salir toda la producción anual de la Central Lechera Asturiana, pegarle el cambiazo de la ropa, con un frío que pelaba que hacía con las puertas abiertas… Pensará uno que es cruel cambiar a un crío de ropa cuando hay 10 grados de temperatura, pero era eso, o morir asfixiados todos dentro del coche. ¿Tú que elegirías? Es que hay que ver las cosas con perspectiva, joroñas. El crío suspiró aliviado, yo también, aunque lo más adecuado sería decir que respiramos, porque hacía ya bastante tiempo que aguantábamos la respiración.
Lo del coche tuvo peor arreglo. La solución inicial fue empapar con una toalla del sobrinísimo toda la leche que había quedado en el coche (aproximadamente treintamil millones de hectolitros) y escurrirla fuera, que ya se sabe que la leche entera es cojonuda para las gramíneas, que crecen con los huesos más fuertes, y para el asfalto, que recupera el brillo natural de los dientes. La teoría de quitar la leche así era buena, la práctica fue algo más jodida, porque lo que conseguí fue que se extendiera más y hubiera más extensión olorosa. El asunto me olía mal desde el principio, la verdad. La toalla acabó metida en una bolsa de basura en el maletero, aunque pensé directamente en tirarla, pero como no era mía al final la lancé dentro del maletero (como para dejarla con suavidad, si eso no había quien lo cogiera).
Al final, vistos los materiales de los que disponía, opté por resignarme a llevar todo aquello en el coche y monté al crío y nos fuimos. Por si las moscas, le encasqueté el abrigo gordo y fuimos con las ventanillas bajadas. Anda que no disfrutamos con el airecillo frasquete que venía… Si al del anuncio aquel de “te gusta conducir” le hubiera venido la brisa a siete grados, lo mismo se replanteaba lo de sacar la mano por la ventanilla.
Finalmente, con el sobrino a salvo, apestando pero a salvo, el coche hubo de ser mejor limpiado y pasado horas con las puertas abiertas en la calle. Como nota aclaratoria, nadie intentó robarlo, aunque desde mi punto de vista es comprensible, con lo que apestaba yo mismo le habría dado las llaves al que lo quisiera con tal de no tener que volver a meterme en él. Después de mucho limpiar, airear y aromatizar (lo que faltó fue bombardear con napalm, pero el ejército no nos dejaba una escuadrilla de F18, así que dos piedras), el habitáculo se quedó más o menos apañadito. Lo bueno es que la limpieza fue casi inmediata, y no dejamos que nada dentro de la zona de pasajeros se quedara sucio mucho tiempo, así que se quedó la cosa más o menos bien en poco tiempo, si se hubiera secado todo dentro el olor no se habría ido en la vida.
Sin embargo… nadie recordó una toalla, que oculta y tramando oscuros planes, se encontraba agazapada en las sombras del maletero… del que por supuesto, jamás en la vida se va a ir el maldito olor.