Calculo que llevaría unas 4 horas delante del monitor intentando darle los últimos retoques a un diseño de web que me habían pedido (nunca entenderé por qué son los últimos retoques si consumen el 90% del tiempo del diseño), al final lo dejo y me pongo a hacerme mi nuevo avatar del messenger, el Powerpuff Boy (de próxima aparición en sus pantallas), que tampoco sale ni a la de tres. Hago la intentona incluso de ponerme a ver una película, pero tampoco funciona.
Coño, si no supiera que no puede ser diría que estoy aburrido, pero como no puede ser lo dejaré en que estoy que me subo por las paredes. Y de momento, como si de una inspiración divina se tratara, me sale la idea: venga nene, a correr.
Y sin pensármelo dos veces me calzo las deportivas, me pongo una camiseta guarra (por vieja, no por poner cochinadas ni que lleve un mes sin lavar) y me lanzo a la calle. En cuanto pongo pie en la acera aspiro con fuerza el aire, por si fuera la última vez, que yo y el deporte hemos tenido nuestros roces más o menos peliagudos anteriormente y nunca se sabe. Echo a correr así en plan soy un atleta putamadre y me jamo en un plis lo que me parece todo un reto: desde la puerta de casa hasta la esquina de la manzana, unos 30 metros. Después de 30 metros estoy para que me den oxígeno, boqueando en la puerta de la Benetton (la dependienta me mira raro al otro lado de la puerta de cristal, algo me dice que no sabe si llamar al 112 o a la funeraria, desde luego no tiene pinta de que vaya a hacerme el boca a boca, lástima). Tomo la determinación, en virtud de mi orgullo masculino, de que antes de volver a echar a correr me salgo del pueblo porque prefiero morirme asfixiado por carencia pulmonar que de pura vergüenza, y haciendo como que no estoy agonizando me enderezo lo que puedo y me largo a las afueras, andando y sin prisas, que para diñarla siempre hay tiempo.
Una vez fuera del pueblo, alejado de miradas ajenas (y por tanto, potenciales salvadores de mi vida cuando me de la aneurisma que me va a dar), me quito la camiseta dejando al aire mi apolíneo torso pecholobo y me pongo a correr por el monte como si no hubiera dios. Cuesta arriba, con dos cojones. Y mira a ver, Maribel, que no se como andarán en el Everest pero allá por donde corro debe estar más alto de lo que parece porque hay una carencia de oxígeno en el aire del carajo, que después de 100 metros me noto la traquea pidiendo permiso para salir a preguntar por una bombona y los pulmones la siguen de cerca. Decido pararme un momento a renegociar con mi sistema respiratorio el tema de pagos, les prometo que si se portan bien dejo el disolvente y les permito unos minutos de deliberación, aceptan el trato y podemos seguir. Miro el final de la cuesta y la verdad es que parecen kilómetros lo que hay hasta allí; y entonces es cuando una vocecilla cabrona en mi cabeza (que cuando me entere de quién es se va a enterar de lo que vale un peina) me dice: «no hay huevos». ¿Que no hay huevos? ¿Que no hay huevos? Mano de santo oye, salgo pitando cuesta arriba y me como del tirón unos cuantos cientos de metros más (cuesta arriba, ríome yo del Tourmalet) hasta que llego al final, y veo la luz blanca al final… del tunel, porque estoy ya medio pa’llá.
Seguramente me temblarían las piernas, pero por debajo del estómago no me siento nada; habría buscado un sitio donde apoyarme, pero tengo la vista de un nublado que ya quisieran Justerini & Brooks conseguir efectos semejantes y no lo iba a encontrar ni queriendo; todas las percepciones se limitan a un «totototototo» que me pega en la sien y que tardo un rato en identificar como mi propio pulso. Tiene cojones la cosa. Si no termino besando el suelo es porque no se donde está.
5 minutos después he recuperado la vista y el pulso me ha vuelto a una velocidad normal (no como antes, que más que un pulsímetro me hubiera hecho falta el cuentarevoluciones del Fernando Alonso ese para medírmelo), así que me propongo continuar, a menos ritmo y en camino aproximadamente llano. Un paseo comparado con lo de antes, es que solo a mí se me hubiera ocurrido después de años (pero años) de vida enraizada (eso de sedentario como que se queda corto) empezar con una carrera cuesta arriba. Sin novedad en el frente en los siguientes 30 minutos. Quién me lo hubiera podido decir a mí, que yo iba a correr durante 30 minutos a buen ritmo y no iba a acabar en una ambulancia con una apoplejía del quince… cualquiera que supiera que nadie sabía dónde me había ido y que iba sin movil, que 30 minutos podrían haber dado como resultado una apoplejía, pero allí perdido de la mano de Dios fijo que en ambulancia no iba a acabar, hubieran venido directamente con la caja de pino. Ya me imagino la situación: la ambulancia parada allí al lado mía, un poco más allá el coche de la funeraria y se para un todoterreno negro algo más cerca, se baja Grissom y dice tranquilamente «ha muerto por imbécil». Y el Grissom siempre acierta.
Cuando el sol ya se iba ocultando me dispongo a volver a casa, porque además del movil se me han olvidao las gafas de ver, y sin sol con las gafas de sol veo poco, pero si voy sin gafas eso de ver «tres en un burro» es ya cosa de ciencia ficción. Así en cuesta abajo los metros se me hacen bastante más llevaderos (mis pulmones y yo ya hemos llegado a un punto de compromiso, ellos siguen funcionando sin caerse al suelo y yo les dejo entrar en casa). La vocecilla cabrona va todo el camino diciendo cosillas como «…hasta la farola», «…hasta el stop», «…hasta la rubia», siempre con el «no hay huevos…» delante; cómo me conoce.
Resumiendo. Como ya voy falto de riego y el cerebro no me rige me hago el camino a casa del tirón, 3 kilómetros, sonriendo como un energúmeno, abro la puerta de casa y entro. Se me quita la sonrisa de golpe y los pulmones una vez en casa parece que deciden que ya han cumplido con lo suyo porque estoy para que me de un paparajote y ahí mismo puedo estirar la pata como alguien me tosa. Como buenamente puedo me busco un sillón y me dedico a agonizar durante al menos media hora (podría ser más, a mí cuando estoy agonizando eso de calcular el tiempo a ojímetro me patina un poco).
Ahora entiendo la campaña de tráfico aquella de «las imprudencias se pagan, cada vez más». Me duelen cosas que no sabía ni que tenía, estoy de un reventao que no puedo ni moverme, y he demostrado científicamente que eso del afan de superación debí habérmelo dejado en otra chaqueta porque la próxima vez que se me ocurra eso de correr voy a darme de cabezazos en la pared hasta que se me pase la idea.
De aquí en adelante va a hacer deporte Rita la cantaora. Hasta ahí podíamos llegar.
Frase del día:
«¿Entras a por una chica y sales con un perro? Estas perdiendo facultades.»