Por aquellos tiempos se conocía que tenía una rodilla jodidilla (y ahora también, que como el anuncio, esto no es Renol Ocasión para hacer milagros), nada que ver con esto otro, y después de una maravillosa visita al traumatólogo me habían mandado a hacerme una cosa que llaman resonancia magnética nuclear, una cosa así como muy hitech que ya comentaré después.
El caso es que yo pensaba que era otra cosa, pero un traumatólogo es un tío que cuando le dices que te duele la rodilla al pisar el acelerador, te pide que te bajes los pantalones, te mete mano un rato y después te dice en plan lapidario: no pongas la rodilla en las posiciones que te duela. Ahí, sí señor, diez años de carrera para soltar esa perla. Así también soy yo médico.
Luego me mandó una resonancia, para contrastar con unas radiografías que traía yo de casa. No, no me las había hecho yo, el horno falla un poco pero todavía no emite suficiente radiación para hacer radiografías, todo a su debido tiempo. Las radiografías me las hizo un señor muy amable que me puso en una máquina y me fue diciendo posturitas para delante de la máquina que ya no se si se trataba de unas radiografías o una sesión de porno hardcore. Al final las radiografías no las miró el traumatólogo, supongo que para su expertísima perla de sabiduría de «no cogas malas posiciones» no hacían falta; no me lo dijo, pero supongo que llegado el caso también me habría dicho «no te des martillazos en la frente y no te saldrán chichones». Una eminencia el tío.
Resulta ser que una resonancia magnética nuclear es una técnica que te meten en una máquina y por medio de campos magnéticos de muchos gauss reorienta los átomos, y los átomos devuelven unas señales que se recogen con unas cacharritos que ya montan una imagen en 3D. Ya te digo, todo muy jaitec y muy espectacular sobre el papel. Luego al final es una máquina que cuando te meten debajo parece que tengas encima a veinte chinos puestos de cafeína hasta las pestañas pegando golpes con el goznillo del timbre del cárter sobre la junta de la trócola, durante treinaa minutos.
Lo de pedir cita para una cosa de esas no es de pedir cita, tu te apuntas y ellos ya te llaman cuando les viene bien, así que no olvidéis adjuntar un billete de 100 con la petición. Después, el día menos pensado te llaman y te dicen que tienes que estar tal día, en tal sitio, a tal hora, o te quedas sin follar… No, perdón, eso era otra cosa. Tienes que estar tal día, en tal sitio y a tal hora para que te metan en la maquinita a hacerte la resonancia de marras.
Yo llegué a mi hora (cosa rara) y antes que yo entró una señora mayor a la que se le fue la luz, y en lugar de treinta minutos estuvo cincuenta. Pero todos sabemos como funciona la seguridad social y vamos preparados (además de habiendo bien rezado y encomendado a todos los santos del calendario), así que no me pilló de sorpresa y esperé pacientemente. Al cabo de un rato una señorita muy amable, cuyo título aparte de ser la que manejaba la máquina desconozco (de aquí en adelante será la maquinera, por abreviar), me llamó y me pidió que leyera un papelito y lo firmara, que se parecía sospechosamente a aquel otro. Como soy un hombre de pelo en pecho no me amilané y firmé, que por huevos no iba a ser, hombre ya.
Después, la amable maquinera me pidió que la acompañara a explicarme cómo funcionaba la máquina, mayormente sobre lo jaitec, no sobre los siete enanitos de dentro dando martillazos. Que si toma un pijama médico (juro que estaba tan perro que he intentado buscar una fotografía de las cosas esas, pero como no lo he encontrado, os tendréis que conformar con saber que es como un camisón corto de color verdecillo y nada sexy), que si nada de metales, que si te quitas todo lo de abajo menos los pantalones, que si vas a poner la pierna aquí sin mover para que hagamos la resonancia, que si van a ser media hora, que si… ¿Pero qué haces desgraciado?
No sabría decir de quién fue la culpa, si mía por no esperar a que terminaran con las explicaciones, o de la maquinera por no decirme lo primero de todo que había un vestidor. La cuestión es que allí estaba yo al lado de la máquina de hacer las resonancias, con los pantalones a la altura de los tobillos y la chica mirándome con los ojos desorbitados. Y no, desde luego no era por el tamaño de mi miembro viril (que seguía adecuadamente oculto, gracias a que por alguna razón desconocida aquel día llevaba unos gallumbos con la goma nuevecita y no se me caían al bajarme los pantalones), sino más bien, intuyo, por la facilidad con que me había empezado a desnudar delante suya: la primera vez que nos veíamos, sin habernos tomado siquiera un café y sin habernos dicho que nos queríamos. Lo reconozco, soy un hombre fácil.
Después de recuperar la compostura (sin molestarse en mirar a otro lado, eso sí, porque uno no tendrá mucha vergüenza pero tampoco está de mal ver [y sí, esto es publicidad descarada, pero como es mi blog, puedo]), terminó de explicarme las cosas de la maquinita mientras yo me ponía el pijama médico y me colocaba en la máquina. Después de eso sigue media hora de sonidos del tipo toc, toc, toc toc, toc, toc, tac, tac, tac, tac, tac, toc, tac, tooc, tooc, tooc, taac, taac, taac, toc, toc, toc toc, toc, toc, tac, tac, tac, tac, tac, toc, tac, tooc, tooc, tooc, taac, taac, taac, y bueno, os haréis a la idea. Yo me sentía casi en una rave de hardcore techno de ese.
Finalmente acabé, me vestí (en la intimidad, eso sí) y la chica me dio conversación un ratillo preguntándome sobre la rodilla y si podía girarla así o asá. Si es que no hay nada como un poquito de conversación y un cigarrito después de hacer… una resonancia.