Después de la gamberrada del otro día, pasamos a seguir con la nunca-creí-que-pudiera-ser-tan-larga saga de las bodas, en capítulos anteriores… 1, 2 y 3.
Y por último (bueno, en realidad lo último suele ser la resaca, pero como soy abstemio que alguien la cuente por mí), lo que nos faltaba: el convite, lo bueno, coño.
Por alguna extraña razón después de la ceremonia los novios, ya bien casaditos presumiblemente, se dedican a echarse fotos (seguramente para tener algo que tirarse a la cabeza en los años venideros) dejando a la audiencia mirando como tontos (o en el bar, que es más llevadero) y aumentando el grado de hambre en general. En la última que estuve incluso hubo momentos en que podría haberse dado el caso de un accidente industrial (si es que no se puede manejar una carretilla sin estar debidamente preparado y protegido), pero eso es otra historia y lo dejaré para otro día si me acuerdo. Estos momentos pueden ser peligrosos porque los que llegamos con varios días de ayuno voluntario para hacer hueco a las fuentes calamares, los entrecots y el marisco, estamos ya lo que se dice famélicos; así que nunca, repito, nunca, hay que acercarle la mano a la boca a un invitado de una boda, que no se sabe lo que puede encontrarse o con cuantos dedos volver a casa.
Pasado cierto tiempo llega el momento que todos estaban esperando (menos, los novios, a los que alimenta el amor…), el convite. Antes se entraba al salón directamente, ahora se les da a los invitados un «lunch» antes de entrar a saco; en teoría es para abrir el apetito, pero vamos que no nos vengan con milongas. Si la boda es a las 12 y empiezas a prepararte a las 9 de la mañana (o antes), a las 14:30 lo que menos necesitas es que te habran el apetito, tienes un hambre atroz. El lunch suele ser algunos frutos secos y aceitunas (con o sin relleno), aderezado con cervecitas, cockteles ligeros (ligeros si te tomas solo uno, porque da tiempo a embutirse unos cuantos), refrescos y se suele hacer en exterior. Desde mi humilde conspiranóica opinión a mí me parece que en realidad algo así como un control de daños, se le echa carnaza a los lobos… perdón, a los invitados, para que no entren arrasando incluso con las flores de adorno de las mesas. Ni qué decir tiene, que entre que la gente tiene más hambre que el perro de un ciego, con el estómago haciendo vacío y el alcohol, aquí más de uno ya va cogiéndose un puntito tibio… y es donde se pueden ver los candidatos a berreador.
Una vez que se ha calmado a las fieras… perdón, los invitados, los dejan pasar al salón. Es el periodo de estress total y absoluto, intentando localizar la mesa en la que te han puesto mientras le pegas codazos al que intenta rebasarte como si fuera una carrera y tratas de no tocarle el culo a nadie (que ya se sabe que el roce hace el cariño, pero así no). Consigues llegar al sitio donde está la lista de invitados y distribución (que con suerte la han puesto en un atril, me se de unos que las pusieron en cada mesa y había que ir buscando, si llega a haber música a la misma vez hubiera parecido el juego de la silla). Y entonces echas un vistazo y descubres que estás con el Mateo y la Juani. ¿Que quiénes son el Mateo y la Juani? ¿Tú no lo sabes? Pues yo tampoco.
Normalmente los novios suelen colocar a la gente del mismo círculo en las mismas mesas (excepto que sean especialmente crueles, o tengan la feliz idea de poner a todos los solteros juntos, que también lo he visto y no se si es bueno o es malo, yo me quedé igual que estaba). Pero vamos, que siempre te caen como mínimo el Mateo y la Juani. Lo bueno de conocer a la gente de la misma mesa es que tienes tema de conversación, lo bueno de no conocer a nadie es que como no tienes nada de qué hablar comes más (y así amortizas antes).
Sobre todo cuando la gente no se conoce la cosa al principio va lenta, y es que el Mateo y la Juani no son tampoco precisamente los más comunicativos del mundo. Unas buenas tardes al sentarse, unas sonrisitas de esas que dicen «pa qué coño me habrán puesto contigo, hagamos de tripas corazón». La conversación cuesta cogerla, empezando por cosas de tamaña chorrada como «pues qué bien se está, oye, que bonito está todo». ¿Pero a quién le importa lo bonito que está? Vamos a lo que vamos, si todo el mundo está deseando echarle mano a la tabla de quesos y al jamón. Hombre por Dios. Y uno contesta que «sí que es verdad, qué flores más majas han puesto por aquí», mientras le echas un ojo al ibérico de reojo. Poco a poco la cosa se va aderezando con temas más explicitos, que si qué buena pinta tiene el jamoncico, ese semicurado tiene que estar que pa’qué, y demás. La cosa se va a alargando tontamente porque existe una especie de ritual por el que, aunque en las bodas no hay pistoletazo de salida, todas las mesas parecen que esperan una señal por la que se puede empezar a comer; así se pueden ver a invitados de todos sitios mirando nerviosamente a las otras mesas, por si hay alguien que ya está en el tema. Y es que parece que aunque te estés muriendo de hambre quedas mal si eres el primero en meter la mano en el plato del jamón, y eso es como oir el disparo en una carrera de atletismo.
Lo mejor de ese momento es que de momento todo el mundo alarga la mano para coger lo mejor antes que los demás, hay que andarse con mil ojos si no te quieres quedar sin los mejores cachos, y a la que te descuides no sabes si es una mesa de una celebración o una partida al twister…