Anecdotarium Vitae I. El ataque de los camareros asesinos…

Estreno Categoría (del blog, claro, que categoría en plan nivel ya tengo a espuertas… creo que oigo a mi abuela agonizar después de esa frase), basada en anécdotas que he visto en primerísima primera fila. O sea, que a ésto le queda un nada para convertirse en una película de sobremesa de Antena 3.

Hace años tuve entre otras cosas, un currete veraniego en el Club de Regatas de Mazarrón, a caballo entre hacer de portero, repartir gasolina y analizar mujeres en bikini (a ser posible, sobre todo ésto último). No nos matábamos precisamente a trabajar, y estaba bien, pero ah, el vil metal, poco nos pagaban para lo poco que hacíamos.

La anécdota que toca hoy (de allí tengo muchas) es la del primer día que entrábamos a trabajar un compañero y yo. Llegamos con 10 minutos de adelanto, como solo puede pasar el primer día porque luego ya te afanas en no echar ni un minuto de más; allí mismo nos estaba esperando un marinero para ponernos al día de nuestras obligaciones (al menos de momento, luego la cosa se complicaría) y allí, felices cual gorrino en húmeda marranera, nos dispusimos a trabajar con la ilusión del que no ha dado palo al agua en su vida. Ilusión, claro, que nos iban a quitar en menos que canta un gallo, o más bien, en menos que berrea camarero.

Uno de nuestros cometidos era evitar que entraran allí gente que no estaba asociada a aparcar el coche (alrededor de 700 personas con derecho a aparcar dentro, 192 plazas de aparcamiento, la dificultad estaba asegurada incluso con mano ferrea), pero claro, esa gente a la que teníamos que echar incluía a los que venían a desayunar/comer/cenar/tomarse un copazo (táchese lo que no proceda) a los bares que hay dentro del Club. Hombre, si se mira desde su punto de vista, es normal que a los dueños de los bares no le hiciera ni puta gracia que nos pusieran allí a nosotros para quitarles clientela, pero allí estábamos, todo emocionados porque por fin íbamos a saber qué era trabajar…

Y entonces fue cuando salió una de allí del bar, y al vernos a mi compañero y a mí no suelta otra cosa que (a voz en grito): «¿Ya están ahí los de la barrera? ¡Mal tiro les peguen!».

La ilusión se esfumó en un momento, la emoción se quedó ahí, pero convertida en puro acojone. Malditas las ganas de ir a trabajar, oye, yo creo que fue aquello lo que me provocó la aversión a dar el callo, pero tranquilos que hay más y tarde o temprano os torturaré con ello.

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