Ayer que andaba especialmente aburrido durante todo el día no se me ocurrió otra cosa que asistir a mi cita con el dentista, porque amigos míos, a pesar de que el cuerpo que Dios me dió (porque el gimnasio va a ser que no) roza con descaro la perfección (hoy estoy especialmente magnánimo conmigo mismo), un poquito de mantenimiento hay que hacerle: ayer tocaba limpieza de la dentadura.
Atención, contenido potencialmente escatológico. No diréis que no aviso.
Llegué 20 minutos antes de que me tocara (vamos, que llegué a la hora en la que tenía que entrar, no es que llegara con adelanto), y me empapé debidamente en la sala de espera de los últimos cotilleos de la Granja de los Famosillos (reconozco que me perturbó profundamente que alguien se llame Two Yuppa y ver a Rappel sin sus gafas puestas al reves y sus túnica metahorteras). Cuando me llegó la hora (insertar aquí repique de la campana del reloj del pueblo a las 12) me llevaron amablemente hasta la habitación de las limpiezas y allí, una chica ayudante del dentista (desconozco si es método habitual que el dentista delegue esas operaciones, pero yo se lo agradezco, porque puestos a tener los dedos de alguien en la boca prefiero que sea una mujer…). El caso es que yo, con toda la buena intención del mundo, advertí a la chica que salivo mucho (mucho es poco decir, con una mujer a esa distancia y con los dedos en la boca bien podría convertir el desierto en un vergel solo abriendo la boca…); y no me hizo caso, pasó lo que tenía que pasar, creo que sin tener que poner los dos rombos jamás había intercambiado tantos fluidos con nadie (la palabra intercambio no es del todo correcta, sería mejor decir que yo «done» montones y montones de babas a la susodicha). El momento álgido ocurrió al final, cuando después de ponerme la pasta de pulir me dio con el cepillo giratorio de cerdas blandas, se le fue la mano, me enganchó fuerte en las encías, me hizo cosquillas y… bueno, yo no había visto jamás a nadie a quien le salieran pecas rosas brillantes, pero juro que le crecieron en un segundo.
Desde ayer estoy bastante convencido que hay pocas profesiones con más mala baba (nótese el astuto juego de palabras) que la de dentista o en su defecto ayudante de dentista.
Después de terminar la chica tuvo que venir el dentista (ni punto de comparación) a dar el visto bueno, y ya de paso me dijo que tenía una dentadura cojonuda y que tengo las muelas del juicio tan torcidas que el día menos pensado me muerdo la nariz (luego se empeñó en que a la de una menos dos me las saca en un pispas y aquí paz y mañana gloria). Al menos no se puso a meterme los dedos en la boca para romperme la gracia de los de la chica…
Ahora tengo los dientes que ríete tú de los maromos del profidén. Eso sí, la clavada de la facturita tiene potencia suficiente como para que deje pasar bastante tiempo hasta la próxima…